domingo, 10 de marzo de 2013

CREO QUE LO DEJO por John Taylor Gatto


En el primer año de la última década del siglo XX, durante mi decimotercer año como maestro en el tercer Distrito Escolar municipal, en Manhattan, tras haber enseñado en las cinco escuelas secundarias del distrito, cruzado espadas con una administración profesional tras otra a medida que se esforzaban en deshacerse de mí, tras haber tenido mi licencia suspendida dos veces por insubordinación y haber sido despedido encubiertamente mientras estaba de baja médica, tras una estancia en la Universidad de la ciudad de Nueva York durante un período de cinco años como conferenciante en el Departamento de Educación (y el manual de valoración de la facultad publicado por el consejo de estudiantes me diera las mayores valoraciones en el departamento durante mis últimos tres años), tras haber diseñado y hecho posible el más exitoso programa permanente de recaudación de fondos en la historia de la ciudad de Nueva York, tras haber puesto una única clase de octavo grado a hacer 30.000 horas de servicios voluntarios a la comunidad, tras haber organizado y financiado una cooperativa de alimentos gestionada por los estudiantes, tras haber asegurado más de mil aprendizajes, dirigido la colecta de decenas de miles de libros para la construcción de bibliotecas privadas para estudiantes, tras haber producido cuatro diccionarios ocupacionales auditivos para ciegos, escrito dos musicales originales para los alumnos y lanzado una legión de más iniciativas para reintegrar a los alumnos a una realidad humana más amplia, lo dejo.

Era Maestro del Año del estado de Nueva York cuando sucedió. Una acumulación de aversión y frustración que se hizo demasiado pesada para ser soportada me liquidó finalmente. Para comprobar mi determinación envié un corto artículo a The Wall Street Journal titulado Creo que lo dejo. En él explicaba las razones para decidir abandonar, incluso si no tenía ni ahorros ni la más leve idea de qué más podía hacer a mitad de la cincuentena para pagar mi alquiler. En su totalidad decía así:

La escolarización gubernativa es la más radical aventura de la historia. Mata la familia al monopolizar la mejor época de la niñez y al enseñar la falta de respeto por el hogar y los padres. El diseño completo del proceso escolar es egipcio, no griego o romano. Proviene de la idea teológica de que el valor humano es una cosa escasa, representada simbólicamente por la estrecha punta de una pirámide.

Esa idea pasó a la historia norteamericana a través de los puritanos. Encontró su representación «científica» en la curva de campana, a lo largo de la cual se distribuye el talento según alguna Ley de Hierro de la Biología. Es una idea religiosa, la Escuela es su Iglesia. Ofrezco rituales para mantener la herejía a raya. Suministro documentación para justificar la pirámide celeste.

Sócrates previó que si la enseñanza llegase a ser una profesión formal, algo como esto pasaría. El interés profesional es servido haciendo que parezca difícil lo que es fácil, subordinando el laicado al sacerdocio. La Escuela es un proyecto de empleo, proveedor de contratos y protector del orden social, demasiado vital para permitirse a sí mismo ser «re-formado». Tiene aliados políticos que vigilan su marcha, por eso las reformas vienen y van sin cambiar demasiado. Incluso los reformadores no pueden imaginar la escuela de forma muy diferente.

David aprende a leer a los cuatro años. Rachel, a los nueve. En un desarrollo normal, cuando ambos tienen 13, no se puede decir quién aprendió primero: los cinco años de diferencia no significan nada en absoluto. Pero en la escuela etiqueto a Rachel como «incapacitada para aprender» y también hago perder velocidad a David. A cambio de un cheque de nómina, ajusto a David para que dependa de mí para decirle cuándo tiene que marchar y cuándo tiene que parar. No superará esa dependencia. Identifico a Rachel como mercancía de descuento, pasto de «educación especial». Estará para siempre atrapada en su sitio.

En 30 años de enseñar a chicos ricos y pobres casi nunca encontré un niño incapacitado para aprender. Tampoco encontré apenas alguna vez alguno dotado y con talento. Como todas las categorías escolares, estos son mitos sagrados, creados por la imaginación humana. Derivan de valores cuestionables que nunca examinamos porque conservan el templo de la escolarización.


Ese es el secreto tras los tests de respuestas concisas, timbres, bloques uniformes de tiempo, clasificación por edades, estandarización y todo el resto de la religión escolar que castiga a nuestra nación. No existe una forma correcta de educación, hay tantas como huellas digitales. No necesitamos maestros certificados por el Estado para que haya educación: eso garantiza probablemente que no la habrá.



¿Cuánta evidencia más hace falta? Las buenas escuelas no necesitan más dinero o un año más largo. Necesitan elecciones reales de libre mercado, variedad dirigida a cada necesidad y que asuma riesgos. Tampoco necesitamos ni un currículum nacional ni una evaluación nacional. Ambas iniciativas surgen de la ignorancia de cómo aprende la gente o de la indiferencia deliberada a ello. No puedo enseñar de esa manera más tiempo. Si sabe de algún trabajo donde no tenga que dañar críos para vivir, hágamelo saber. Para próximo otoño estaré buscando trabajo. 

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