¿LO QUE EL VIENTO SE LLEVÓ?
En estos días muchos niños escolarizados no han podido ir a la escuela porque un huracán categoría 5 decretó un receso forzado hasta nuevo aviso. Su devastadora furia fue vivida por todos en la isla. Los niños no fueron la excepción. Luego de cuarenta días tras el paso de el huracán María aún el sistema escolar se halla en un estado operacional precario. Las tensiones y discrepancias entre la jerarquía institucional y la base crecen. Se parte de la preocupante suposición de que si los niños no van a la escuela no están aprendiendo. Los padres están preocupados porque sus hijos han dejado de aprender. Si ese es el fundamento de la preocupación vale la pena hacer ciertas distinciones, revisar algunas convenciones.
El paradigma educativo del que partimos es que los expertos en educación deben definir cómo y cuándo deben aprender nuestros niños. En cambio para niños que nunca han ido a la escuela y cuyo aprendizaje tiende a ser mucho más amplio, profundo -y ciertamente placentero-, el aprendizaje ocurre como lo describe Pam Laricchia en su libro Living Joyfully with Unschooling:
El aprendizaje no necesita ocurrir exclusivamente en salones de clases, durante periodos lectivos, junto a aquellos con edad escolar. Se halla en todas partes, en cualquier momento, y puede ocurrir a cualquier edad.
Esta forma de mirar el aprendizaje contrasta con la cultura escolar, que define nuestra actitud hacia la situación en la que se encuentra la escuela, no sólo a consecuencia de la descomunal sacudida causada por un insidioso huracán que ha hecho colapsar nuestras estructuras físicas y mentales, sino debido a la obsolescencia de la escuela; ignorada pero más visible luego del azote de María. Esta nueva realidad tiene a muchos en negación y asumiendo defensas fetichistas por una institución cuyo fin, más que educar a los niños parece ser garantizar su propia sobrevivencia, Esto ante la acelerada transformación de un mundo cuya economía pasó de ser una basada en el modo de producción industrial -para la que fue exclusivamente diseñada y financiada mediante una alianza público/privada, en la que al parecer el capital privado fue mayor- a una basada en información y conocimiento. Así lo plantea Iván Illich en su obra indispensable, Sociedad desescolarizada:
Las escuelas están diseñadas bajo la suposición de que hay un secreto para todo en la vida, de que la calidad de vida depende de ese secreto, de que el secreto sólo puede conocerse en series ordenadas y de que sólo los maestros pueden revelar adecuadamente esos secretos. Un individuo con una mente escolar concibe el mundo como una pirámide de paquetes clasificados que son accesibles solamente para aquellos que poseen las etiquetas correctas.
Los niños que aprenden sin escuela trascienden los parámetros de una mente escolarizada. Los niños, incluyendo a los escolarizados que no han podido ir a la escuela en estos días, no han parado de aprender. El aprendizaje que han absorbido no reúne los requisitos como para ser filtrados y procesados a través de los limitados y miopes mecanismos de medición de la escuela. Eso no descalifica el aprendizaje que para la escuela es invisible porque ya ese aprendizaje es de cada niño. Lo que revela es la discapacidad de la escuela en poder comprender la magnitud de un aprendizaje que supera sus posibilidades de identificar las confluencias y particularidades de cada experiencia y desde cada experiencia proponer conocimientos puntuales. Estos conocimientos, muchos de los cuales surgen como producto del azar, no se prestan a ser medidos. No se dan mediante la imposición de un currículo de una sola talla para todos y desde un vacío conceptual que impide que los niños puedan conectar lo que se les pretende enseñar con aspectos esenciales de sus vida.
Un joven estudiante que ha visto su casa destruida pudiera interesarse en aprender a construir una casa para sí y para sus padres. Puede aspirar y ver el sueño cumplido de construir una estructura capaz de resistir a María y a la madre que la vuelva a parir. Si se tratara de un proyecto en que jóvenes de su comunidad se dedicaran a colaborar en construir varias casas, acompañados de mentores identificados por sus méritos por los mismos que aprenden, estaríamos hablando de un aprendizaje que contrasta con el de la escuela, que al crear una escasez artificial de premios inútiles, como son las notas, crea un clima de individualismo tóxico que impide que se fortalezca la empatía y solidaridad, el espíritu de colaboración. El espíritu de colaboración no necesita ser enseñado, es parte de nuestro "package". Tampoco hay que sobornar a niños con trabajo voluntario a cambio de mejorar sus promedios académicos. Lo que este tipo de changuería conductista logra es matar el espíritu de colaboración, el impulso por ayudar que da sentido a nuestras vidas. El premio que mayor satisfacción produce ayudar es ver que la ayuda rinde buen fruto. Es saber que uno hizo una diferencia. Matar esa posibilidad es un crimen. Por otro lado desarrollar estas habilidades se pueden combinar con el aprendizaje del negocio del "real estate" y la compra de propiedad inmueble en deterioro, para restaura, vender, y producir capitales nuevos, imperativo económico para un país educado para la dependencia y el sueño de mediano alcance.
El aprendizaje implicado en la construcción de una casa -en este caso en hormigón-, por obligación le llevará a incurrir, desde su interés, en el dominio de ciertas fórmulas matemáticas, como volumen, porciones de ingredientes para mezclar cemento, arena, agua, etc. Tendrá que saber medir, usar el nivel. Tendrá que aprender algo de ingeniería y diseño. Tendrá que aprender tal vez a manejarse en el laberinto burocrático del gobierno para ayudar a sus padres a gestionar las ayudas del gobierno, a entender los códigos de construcción y agenciar permisos. El elemento geográfico, topográfico, climático, ético y ecológico, jugarían una parte esencial en esta jornada de aprendizaje, en la que los conocimientos no se sistematizan artificialmente ni se fragmentan y/o divorcian sino que se interconectan, sin un orden determinado arbitrariamente. Esto le puede permitir ejercer un discernimiento madurado, al encontrar que en la vida hay patrones y secuencias impuestas que son una insensatez pero hay también casos en que el orden de los factores efectivamente alteran los resultados.
La historia de la destrucción de su casa puede enseñarle que el orden lógico no se siguió y que él tiene ante sí el desafío de enderezar los entuertos heredados, como gesta emblemática de una nueva generación que se levanta y tiene que asumir una responsabilidad, que a su vez pudiera restaura la madurez que por generaciones la escuela ha retrasado en jóvenes que dependen de una autoridad externa hasta para ir al baño.
Este ejemplo hipotético es uno de muchas posibilidades de aprendizajes que son invisibles ante la mirada de la escuela pero vitales ante una mirada que contempla el presente y el futuro. La voluntad de aprender para que lo aquí propuesto ocurra está en estado latente, pero no parece que la escuela pueda producir una demografía de jóvenes así de avezados. Paradójicamente han nacido, casi todos, con todo lo necesario para realizar lo propuesto, e históricamente así ocurría, antes de la imposición forzada de la escolarización y su expulsión del mercado laboral. Hace más de dos siglos atrás esto era común y corriente.
Lo que ha al momento ha quedado suspendido es la enseñanza formulaica y sistematizada, no el aprendizaje. Lo que ha sido suspendido es el negocio de la escolarización. Lo que ha quedado en el aire es la posibilidad de enriquecer a nuestros hijos y a nuestra cultura con maestros extraordinarios que pudieran repercutir profundamente, si pudieran quedarse con los estudiantes que están verdaderamente interesados en aprender de ellos, como hacían los atenienses en el ágora.
Los niños han estado aprendiendo sin escuela, y si los padres tienen iniciativa, internet y posibilidad, pueden acceder a todo lo que se supone estuvieran cubriendo en la escuela, a su ritmo, sin que una nota se vuelva el fin del ejercicio sino que la recompensa sea lo que siempre debió ser: el aprendizaje mismo.
En cuanto a la socialización, las historias que escuchamos es que los niños, durante estos días, han podido enriquecer sus vidas y estrechar lazos con la comunidad, incluso descubrir a muchos otros niños en su comunidad a los que luego de muchos años de vivir en la misma urbanización o barrio aún no conocían. La socialización no suele ser un problema entre homeschoolers sino entre estudiantes, ya que la mayor parte del tiempo son forzados a no socializar en las escuelas. Son obligados a escuchar la casi perpetua comunicación en una sola dirección de la maestra, y son forzados a mantenerse quietos como paralíticos y callados como estatuas.
Cabe destacar que la enseñanza no necesariamente produce aprendizaje porque para que ocurra el aprendizaje tiene que contar con el consentimiento del destinatario de la enseñanza. Sino la maestra se queda hablando sola y el estudiante es tal vez drogado para compensar químicamente el fracaso de la escuela en jugar limpio y hacerse pertinente a dicho estudiante. Nuestros sistemas educativos no reconocen este principio fundamental y cívico de la socialización: tienes que contar con el consentimiento de aquel a quien pretendes enseñar. Por eso mucho de su monumental esfuerzo entra en saco roto, se desperdician energías vitales de los niños y la energía altruista y abnegadas maestras, que un contexto genuinamente armonioso entre las partes, revolucionarían al mundo con un binomio de incontenible sabiduría. En ese sentido el hecho de que se reanuden las clases no garantiza que habrá aprendizaje, al menos no el aprendizaje pretendido. Seguramente reincidamos en reactivar la inerte marcha de una enseñanza forzada y de un aprendizaje precario. Los muchos niños seguirán creyendo que son incapaces de aprender cuando posiblemente se trata de que el sistema educativo, como está planteado, es incapaz de enseñar como aprenden los niños.
La experiencia de presenciar un fenómeno atmosférico de la envergadura de un huracán categoría 5, que atravesó la isla que habitamos, de por sí deja tras su devastador paso, un aprendizaje imborrable, además de anécdotas de un valor histórico que pudieran traducirse en relatos. Qué mejor manera de acercarse a la lectura y a la escritura que tener algo que contar, o interesarse en algo que otro quiere contarnos a través de la escritura. La experiencia desencajó todo, dislocó nuestras estructuras, físicas y mentales, personales y sociales, culturales y cotidianas. Nos sacó de la anormalidad cotidiana. La sacudida y devastación sacó a los niños de enfrente de sus pantallas de televisión, de sus iPads, de sus Smart Phones, y de sus videojuegos. Los niños salieron a retomar los parques de sus vecindarios. De pronto afloraron en las comunidades, se hicieron visibles.
Bajo nuestra definición de normalidad los niños no existen en nuestro mundo por ciertas horas durante los días en semana, durante la mayoría de las semanas del año. El hecho que los niños puedan desarrollar sus propias estructuras de juego sin que un adulto husmee continuamente y les dirija aspectos que estos manejan con mucha más capacidad y creatividad, potencia un aprendizaje que una vez vuelvan a la rutina de la escuela, una vez vuelvan a invisibilizarse, habrá de perderse.
Roger Schank, experto en innovación y educación, plantea en su epílogo al libro Aprendizaje invisible los siguiente:
A los estudiantes que están acostumbrados a aprender a partir de experiencias les será difícil aprender a partir de información estática que no esté claramente relacionada con sus intereses personales. Curiosamente, los niños pequeños aprenden bastante bien hasta que entran en la escuela y se encuentran con estos estándares arbitrarios. Los niños viven experiencias y aprenden de ellas. Cuanto más variadas sean sus experiencias más se puede aprender.
La conexión o reconexión que los niños han realizado entre sí y su comunidad, con niños de diversas edades en sus entornos, con la naturaleza y el espacio que habitan, ha dejado expuesta la desco
nexión que produce el confinamiento a un aula que pretende enseñar desde un espacio sintético, lo que niños educados en el hogar llevan aprendiendo, muchas veces sin plantearse el aprendizaje como una función o un deber identificado como tal, insertos en el mundo real. Es más, mucho de lo que aprenden se da sin la noción de que aprenden porque el placer es propio del que deriva del juego.
El placer de aprender es vital para que permanezca como sabiduría asumida y como posesión personal que se realiza plenamente cuando haya en los demás la oportunidad de transformar sus saberes en un ágape, en un compartir fraternal. No implica que no haya esfuerzo, pero es el mismo esfuerzo que paradójicamente vuelve el juego en un asunto serio.
Para ello hay que depositar confianza en nuestros niños. Hay dejarlos SER el centro de sí mismos. Es la manera en que se puede reconocer a los demás desde sus propios centros, de crear la luz que nace de nuestros encuentros y de reconocer, como no, el peso de nuestras sombras. Para ello hay que revertir el paradigma de la suspicacia en la condición humana.
Hay lecciones que aprender de esta experiencia y una de ellas es cómo nos hemos distanciado de nosotros mismos al distanciar a los niños de la naturaleza y de su naturaleza. No estoy hablando desde la nostalgia que clama por un retorno al pasado idealizado, donde todo era mejor. Los avances tecnológicos han revolucionado nuestro acceso a caudales de conocimiento que antes no estaban a nuestro alcance. No creo que haya que resistirlos sino asumirlos. Nuestros hijos han nacido en ese periodo y nuestra función no debe ser dosificar su acceso ni estorbar o impedir que asuman como suyo su tiempo y sus innovaciones.
No perdamos de perspectiva que aún ante la adversidad apocalíptica, aún ante el vendaval de la insinceridad con la que los adultos estamos manejando la crisis, a juzgar por la confusión que crea la discordia entre intereses políticos y agendas dañinas -aunque a veces incluso bien intencionadas-, este es el mejor tiempo para los niños de estar vivos. Anteponer el imperativo ético de honrar a nuestros niños es un dínamo que puede mover montañas y obligarnos a dar lo mejor de nosotros. Al momento no hacerlo es un terrible lujo que no nos podemos dar. Nuestra probidad es uno de los aprendizajes más valiosos que podemos legar a nuestros niños.
Lo cierto es que los niños han estado aprendiendo desde que nacieron. Han estado aprendiendo fuera de la escuela, durante estos días posteriores al huracán. Lo que no ha estado ocurriendo es el descargue de la enseñanza impuesta. Aspirar regresar a la normalidad de los días de escuela no tiene que ver mucho con nada normal. Debemos aspirar a mucho más que eso.
La educación en el hogar es la versión de familia, crianza y aprendizaje de una casa energizada con el sol y que no depende del gobierno. Es un tiempo fértil para cambios de envergadura. A más de un mes de estar fuera de la escuela el tiempo transcurrido puede ser una feliz transición hacia una experiencia de aprendizaje que supere expectativas y produzca, no sólo niños muy capaces y un aprendizaje mucho más completo y personalizado sino niños felices y eventualmente hombres y mujeres portadores de sus propios valores, de los valores de sus padres y su comunidad, mucho más completos, listos no sólo para levantar a Puerto Rico sino para evitar que nunca más vuelva a caer.